23 agosto 2007

Fermín

(Abelardo Castillo-Las otras puertas)

I

Fermín no era mejor que nadie, al contrario, tal vez fuera peor que muchos. No necesitaba estar
muy borracho para romperle las costillas a su mujer, y prefería ir a gastarse la plata al quilombo en
vez de comprarle alpargatas al chico. Era sucio, pendenciero y analfabeto. Opinaba que no se
precisa ir al colegio para aprender a juntar fruta.
Sí, indudablemente Fermín no era una excepción en los montes del francés. Según contaban los
juntadores, debía una muerte. Había sido en Santa Lucía, en un baile. Al otro le decían el chileno.
Fermín, en pedo, le manoseó la mujer, y el chileno cuando quiso echar mano ya tenía medio metro
de tripa por el piso. Claro que ésa no era la única historia fea que corría por los montes, varios había
con asuntos parecidos. Por eso, cuando para las elecciones vino ese político y gritó ustedes los
trabajadores son la esperanza de la patria porque en ustedes todo es puro, auténtico, porque ustedes
todavía no están corrompidos, Fermín no pudo reprimir una sonrisita maliciosa. Y no sólo a él le dio
risa.
–Ni en las casas me piropean tanto –comentó bajito.
Y era cierto. En su casa también sospechaban que Fermín no era, del todo, un varón ejemplar.
Borracho putañero, eso sí le decían. El día menos pensado me lo agarro a mi hijo y no nos ves más
el pelo. Eso sí le decían. Eso sí que sonaba auténtico. Pero la Paula no era capaz de irse, por qué se
iba a ir, si el Fermín la quería. Además, unos cuantos garrotazos por el lomo y la mujer se calma.
Desde que había hablado el político, sin embargo, Fermín no les pegaba, ni a la Paula ni al
malandrín de su hijo. Al fin de cuentas, cosas que dijo el hombre no daban risa, sobre todo cuando
Cardozo el más chico medio lo provocó y él, de ahí nomás de la tribuna, vea, le dijo, eso no es ser
guapo, amigo, seguro que si el francés los grita no hacen la pata ancha. Y que la hombría se les
despertaba en casa, con la mujer. Esa parte le había gustado, porque no era del discurso; le había
gustado que dijera pata ancha. Y además tenía razón. Claro que en todo no tenía razón. A veces es
un desahogo dar vuelta la mesa de una patada, o reventar un plato contra la pared.
El siete y medio también es un desahogo. Porque a Fermín, como a cualquiera, le gustaba el siete
y medio. De noche, en el almacén del zarateño se armaban lindas tenidas. El tallador era un chinón,
clinudo, que imitaba los modales de los compadres puebleros, rápido para la baraja casi tanto como
para el chumbo. Una sola vez lo habían visto actuar; el finado Ortega le gritó aquella noche:
"¡Dame mi plata! Yo sé que estás acomodado con el francés pero, lo que es a mí, no me volvés a
robar." Y no volvió a robarle. El otro lo mató ahí nomás, en defensa propia: Ortega tenía el cuchillo
en la mano cuando se refaló junto a la mesa. El comisario de San Pedro tomó cartas en el asunto, se
lo vio conversando con el francés: a partir de esa noche quedó prohibido entrar en la trastienda del
boliche, con cuchillo.
El político también habló de eso. Según dijo, venía a tener razón el finado Ortega. Claro que el
político era del pueblo (veinte kilómetros hasta el monte más cercano) y que en el pueblo uno podía
divertirse de otra manera; dos cines, dicen que había.
Sea como sea, de una semana atrás que Fermín andaba pensativo. Y esa tarde, al cobrar, se quedó
un rato con la plata en la mano, mirándola. ¿Venís a lo del zarateño?, oyó a la pasada y no supo qué
contestar, se le atragantó una especie de gruñido. En el almacén de Ramos Generales había visto un
vestido colorado, a lunares grandes. Lindo.
–A que se lo llevo a la Paula –decidió de golpe.
Y entró, y salió con el paquete bajo el brazo, y no compró alpargatas para el chico de casualidad.
Iba a pedirlas pero le dio risa. Cha, qué bárbaro, se escuchó decir.
–Ni sé el número –dijo.
Cha que bárbaro, realmente. Ahora, en el camino hacia su casa, arrastrando el paso, mirándose
fascinado el dedo que asomaba abajo, en la punta de la zapatilla, Fermín pensaba.
–¿Andas enfermo, Fermín? 24
–Eh, no. ¿Por?
–Digo. Por el tranco –el otro lo miraba, con intención–. Y como te volvías tan temprano.
Era cierto, gran siete. Desde el otro sábado que le debía un trago al Ramón. Entonces lo convidó
al boliche. Y Ramón dijo que sí, después dijo:
–¿Y ese paquete?
–El qué. –Fermín se encogió de hombros y sacó el labio inferior hacia afuera, medio sonriendo. –
Nada.

II

Lo del zarateño estaba lindo. Al fin de cuentas la Paula no lo esperaba hasta mucho más tarde y
no era cosa de darle un susto, y una ginebra no le hace mal a nadie, ¿no?
Iban tres vueltas. Entonces Fermín se dio cuenta de que, de este modo, seguía debiendo una copa.
–Ginebra, zarateño, pa mí y pal hombre. Con el dedo índice tocó al hombre en el pecho y,
echándose hacia adelante, agregó:
–Porque yo soy de ley, amigo.
La ginebra es áspera. Por eso, después del cuarto trago, la voz de Ramón era un poco más
solemne que de costumbre:
–Yo también soy de ley, Fermín... ¡A ver, patrón!: dos ginebras.
–Ta bien, hermano; los dos somos de ley. Pero, la próxima, yo pago, y quedamos hechos.
–Ta bien.
Fermín tenía los ojos clavados en la cortina de la trastienda; vio en seguida cuando los hermanos
Peralta salieron del interior. Eso significaba: dos sitios.
–¿Probamos?
–Probemos...

III

–Al siete y medio, pago.
La mano del tallador, morena y flaca, con una uña agresivamente larga en el meñique, levantó de
la mesa los mugrientos pesos que se apelotonaban junto a los naipes.
Se le achicaron, amarillos, los ojitos a Fermín. Ya hacía rato que el aire estaba caliente bajo la
lámpara, espeso de humo y de ginebra. Fermín agachó la cabeza. Después, mirando al morocho por
entre las cejas, preguntó, pausadamente:
–¿Qué era lo que decía Ortega? En la mesa hubo como un sacudón.
El chinón, despacito, se abrió la camisa hasta la altura del cinto. Luego, también despacito,
comenzó a pasarse un pañuelo por el pecho sudoroso. Junto al ombligo, ingenuamente asomaba la
culata del Smith & Wesson.
–¿Andas con ganas de ir a preguntárselo?
El morocho era filoso. Fermín sintió que la cara le ardía como si le hubieran pegado un tajo. Miró
alrededor. Los hombres –Ramón también– rehuyeron sus ojos. A todos los había cacheteado la
fanfarronada del moreno.
–Ta bien –murmuró Fermín–. Ta bien, me vuelvo a casa. Vos, Ramón, ¿venís? No, mejor
quédate. Todavía no te robaron todo.
Dio la espalda a la mesa y, arreglándose el pantalón a dos manos, encaró la cortina. Lo paró en
seco la voz del morocho:
–¡Che!
Fermín se dio vuelta como tiro, buscando en la cintura el cuchillo que no tenía. Al otro le había
aparecido el revólver en la mano. Sonrió:
–Te olvidas de algo –dijo, señalando con el caño hacia un rincón. Fermín se agachó a recoger el
paquete de la Paula. 25

IV

Me han basureao gran puta el político de mierda ese tenía razón somos guapos en las casas nos
roban la plata y tamos contentos. Fermín estaba parado en la puerta del prostíbulo.
Llamó de nuevo.
–Che, ¿te crees que nosotras no dormimos? –la voz opaca de doña María precedió a su rostro que,
hinchado, asomó detrás de la puerta a medio abrir:
–¿A quién buscas?
–A la pueblera.
–No se puede, ya no atiende. Está acostada.
–Mejor si está acostada...
La mujer frunció la boca, dubitativa; luego, repentinamente desconfiada, preguntó:
–¿Traes plata?
–No.
–¡Ah, no m'hijito! A esta hora y con libreta, no. Fermín puso el pie antes de que la puerta se
cerrara:
–Oí... Traigo esto. Si te va apretao, lo cambias mañana. Y le alcanzó el paquete.

31 mayo 2007


30 mayo 2007

Je rêvais que j'étais entré dans le corps d'un pourceau, qu'il ne m'était pas facile d'ensortir, et que je vautrais mes poils dans les marécages les plus fangeux.
Etait-ce comme une récompense? Objet e mes voeux, je n'appartenais plus à l'humanité!

Lautreamont

10 marzo 2006

 Posted by Picasa
La tarde es de una claridad absoluta.
Se desdibuja. Una mancha blanca acecha entre los vapores de la ruta que elevan al cielo sopores borrosos. Los pinos del costado arrojan descuidadamente su sombra al suelo incandecente como quien tira una botella a un río quieto, de escombros reciclados en asfalto. De pedazos de piedra traidos desde muy lejos hasta acá por los hombres. Para construír una cinta sin extremos que los puñados de ranchos que la tocan se adjudican infamemente como propia.
La bolsa de plastico devuelve una mancha de luz al costado de la ruta.
El gordo de la gorra escupe un gargajo sonoro encima de esa linea infinita que parte los caminos de por acá, y que en algunos lugares delimita el fin de un pueblo, el comienzo de un sembrado, o el desencanto y la muerte.
Este es el ultimo de los casos.
De un lado del latex blanco está el triste cuerpo del pelado Cambaceres.Si lo mirasemos con atencion y pudiesemos inclinar el plano. O quiza si lo vieramos desde la punta de uno de los pinos lo veríamos al pelado aferrandose a esa larga pared gris. Una pierna doblada intenta escalarla. Las manos destrozadas, en un gesto absurdo, intentan hundir los dedos en el asfalto para no caer. Su rostro dibuja una mueca terrible para asustar a lo que ya es un tramite. Asustar, ahora, a un par de planillas, un gordo sudoroso y tres o cuatro pinos.
Conocio la belleza mecanica de un cascarudo rojo a pintitas amarillas que abría las alas un minuto antes de desplomarse. Antes incluso de juntar las cejas frunciendo el ceño para proteger sus ojos, de levantar el labio superior mostrando los dientes. Antes.
Un zumbido constante que le llamó la atencion cuando se acercaba a su oreja derecha. Arrastraba un abdomen abultado y negro, con algunos pelos que no llegaban a proponer una pelusa homogenea.
El pelado sonrió. Lo vio sin temor acercarse balanceandose en el aire. Luchando contra el viento, colgando de un par de alitas diminutas, en un esfuerzo descomunal por atravesar los cinco metros de cemento y la marca blanca.
Este cascarudo pertenece a una especie que no puede distinguir olores. En la punta de su trompita se estira y encoge una diminutisima lengua. Mas pequeña que uno de los pelos de la nariz del pelado que ahora lo ve cruzar zumbandole delante de la cara.
Empujando fuera la lengua. Acercandose muy despacio a lo que sus ojos compuestos muestran como una enorme flor silvestre a punto de abrirse. En realidad solo ve una sucesion de manchas ocres que se encienden y apagan de acuerdo a la intensidad del sol, a alguna nube que lo oculte, o quizá, un camion que se acerque demasiado a la banquina y proyecte su sombra angulosa y energica.
El día era esplendido.
El desencanto llegó cuando atravesó el ultimo tramo asfaltico. Las manchas ocres se fundieron en un bollo blanco de papel. El cascarudo se paró encima del nombre de Julia y hundió su trompita en una de las gotas saladas.
Si pudiese oler, olería el perfume de julia. Como lo olio por ultima vez el pelado, antes de perderse entre los ejes del 1114.