10 marzo 2006

La tarde es de una claridad absoluta.
Se desdibuja. Una mancha blanca acecha entre los vapores de la ruta que elevan al cielo sopores borrosos. Los pinos del costado arrojan descuidadamente su sombra al suelo incandecente como quien tira una botella a un río quieto, de escombros reciclados en asfalto. De pedazos de piedra traidos desde muy lejos hasta acá por los hombres. Para construír una cinta sin extremos que los puñados de ranchos que la tocan se adjudican infamemente como propia.
La bolsa de plastico devuelve una mancha de luz al costado de la ruta.
El gordo de la gorra escupe un gargajo sonoro encima de esa linea infinita que parte los caminos de por acá, y que en algunos lugares delimita el fin de un pueblo, el comienzo de un sembrado, o el desencanto y la muerte.
Este es el ultimo de los casos.
De un lado del latex blanco está el triste cuerpo del pelado Cambaceres.Si lo mirasemos con atencion y pudiesemos inclinar el plano. O quiza si lo vieramos desde la punta de uno de los pinos lo veríamos al pelado aferrandose a esa larga pared gris. Una pierna doblada intenta escalarla. Las manos destrozadas, en un gesto absurdo, intentan hundir los dedos en el asfalto para no caer. Su rostro dibuja una mueca terrible para asustar a lo que ya es un tramite. Asustar, ahora, a un par de planillas, un gordo sudoroso y tres o cuatro pinos.
Conocio la belleza mecanica de un cascarudo rojo a pintitas amarillas que abría las alas un minuto antes de desplomarse. Antes incluso de juntar las cejas frunciendo el ceño para proteger sus ojos, de levantar el labio superior mostrando los dientes. Antes.
Un zumbido constante que le llamó la atencion cuando se acercaba a su oreja derecha. Arrastraba un abdomen abultado y negro, con algunos pelos que no llegaban a proponer una pelusa homogenea.
El pelado sonrió. Lo vio sin temor acercarse balanceandose en el aire. Luchando contra el viento, colgando de un par de alitas diminutas, en un esfuerzo descomunal por atravesar los cinco metros de cemento y la marca blanca.
Este cascarudo pertenece a una especie que no puede distinguir olores. En la punta de su trompita se estira y encoge una diminutisima lengua. Mas pequeña que uno de los pelos de la nariz del pelado que ahora lo ve cruzar zumbandole delante de la cara.
Empujando fuera la lengua. Acercandose muy despacio a lo que sus ojos compuestos muestran como una enorme flor silvestre a punto de abrirse. En realidad solo ve una sucesion de manchas ocres que se encienden y apagan de acuerdo a la intensidad del sol, a alguna nube que lo oculte, o quizá, un camion que se acerque demasiado a la banquina y proyecte su sombra angulosa y energica.
El día era esplendido.
El desencanto llegó cuando atravesó el ultimo tramo asfaltico. Las manchas ocres se fundieron en un bollo blanco de papel. El cascarudo se paró encima del nombre de Julia y hundió su trompita en una de las gotas saladas.
Si pudiese oler, olería el perfume de julia. Como lo olio por ultima vez el pelado, antes de perderse entre los ejes del 1114.

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